Cuando Helena cumplió dos años me senté al lado de su cuna, le di el beso de las buenas noches y le dije unas palabras mágicas que solamente las madres y las hijas podemos decir o escuchar.
Después empecé a leerle el mismo libro de cuentos de cada noche, hasta que con su voz finita y dulce me dijo: Mamita, ¿me inventás un cuento vos?
No supe qué hacer; me resultaba más fácil leer algo ajeno que inventar. Sobre todo a esa altura del día, pero ¿cómo se le explica a un niño la falta de energía? Ella quería un cuento inventado y punto.
Esa noche cerré los ojos con ella y empecé a fantasear. Hice lo que pude, hasta que finalmente se durmió.
Mi sensación, al irme de su habitación, fue que Helena jamás se volvería a acordar de ese cuento inventado y menos de los nombres de los personajes.
Pero estaba equivocada. La noche siguiente, después de la misma rutina de besos y palabras mágicas, Helena me pidió el mismo cuento.
—Mamita, ¿me contás el cuento de la nena en monopatín?
Fue uno de los momentos más lindos junto a ella. Sentí que todo lo que había salido de mi cabeza había logrado, de una forma milagrosa, entrar en la suya.
Ese momento prendió en mí unas ganas tremendas de crear nuevas aventuras, siempre basadas en personajes que a ella le pudieran gustar.
No hay momento más entrañable que ver a un hijo dormirse: ver cómo de a poco va dejando ese día de jardín, de jugar con masas, tinta china, toboganes y disfraces. Amo dormirla y que me pida cuentos.
Cuando Helena crezca, quiero que lleve este libro con ella y se acuerde de las aventuras que su mamá le inventaba.
¡Incluso, quizás, algún día Helena les cuente estas historias a sus propios hijos! Pero claro, para eso falta mucho.
Mientras tanto, comparto estos cuentos en pijamas con ustedes. Tómense el tiempo de leerles algo cada noche.
Es el tiempo más valioso de cada día.